El 3 de julio de 1933 Hipólito Yrigoyen fallecía en Buenos Aires, en la misma austeridad en la que vivió toda su vida, tras una larga trayectoria política en la Unión Cívica Radical que lo llevó a la Presidencia de la Nación en dos ocasiones, de 1916 a 1922 y de 1928 hasta que en 1930 fue destituido por uno de los tantos golpes de estado que marcaron la historia argentina del siglo XX.
Fue un hombre de gestos medidos, de breves palabras, de miradas, de charlas cortas para ordenar un rumbo, y de grandes silencios. Es que vivió una época en que la palabra tenía valor. Un valor de cambio, como la moneda, y no se podía despilfarrar lo que se decía. Las suyas eran otra cosa. Eran palabras que, recogidas por quienes las valoraban más que el oro, modificaban cosas: organizaban el partido en la provincia más remota, gestaban revoluciones o, ya en el gobierno, le desarmaban el juego a los que pretendían especular con el patrimonio del Estado. No era época de aviones presidenciales, de giras internacionales y de comitivas dispendiosas. Sin embargo, sin haber viajado, su memoria se venera en muchos países latinoamericanos, y al menos en uno, la República Dominicana, llegó en su momento a la categoría de prócer por haber ordenado a un barco argentino honrar la bandera de ese país y no la de Estados Unidos en momentos en que éste había avasallado la soberanía de los dominicanos con el desembarco de fuerzas navales.
Al bajar Yrigoyen de la presidencia, de forma violenta en 1930, eran conquistas afirmadas la intervención estatal en materia de cuestiones laborales, la solidaridad antiimperialista latinoamericana, la afirmación de una política propia frente a los choques de las grandes potencias mundiales (la famosa “Guerra Fría”), la Reforma Universitaria, la creación de una marina mercante, el establecimiento de una política ferroviaria racional, la nacionalización del petróleo, el rescate de tierras mal habidas y conservación de las fiscales para distribuirlas racionalmente en su momento.
Su vida ascética en el poder o fuera de él, sus actitudes frente a los grandes poderes del mundo o frente a la oligarquía vernácula, su renuncia a obtener ventaja pecuniaria alguna durante su presidencia, su atención esmerada y vigilante de la administración pública, su estilo de gobierno sencillo y sin trastienda, suscitaban sentimientos muy diferentes a los habituales.
Ese fue el mayor triunfo de Yrigoyen y su mejor realización.
Fuente: Diario Primera Edición.