La llamada Revolución Libertadora fue un punto de inflexión para la Argentina. Con apoyo de la oligarquía y de la Iglesia católica, fusiló, reprimió, encarceló y proscribió. Lejos de terminar con el peronismo, como se propuso, fortaleció a la Resistencia.
El 16 de septiembre de 1955, un movimiento cívico-militar-eclesiástico puso fin al segundo gobierno de Juan Domingo Perón, con un golpe de Estado que se autodenominó Revolución Libertadora.
El gobierno de facto encontró un país que había pagado la totalidad de la deuda externa, que había sufrido inflación pero que en ese año la estaba dominando y cuyo motor era el consumo popular. En pocos meses, produjo una devaluación del peso que disminuyó el salario de los trabajadores, intervino los sindicatos, se asoció con el Fondo Monetario Internacional, al que Perón se había negado a ingresar, y desató una feroz persecución contra el peronismo.
Hacía nueve años que Perón gobernaba la Argentina, elegido en comicios limpios y democráticos en los que había ganado por el 54 y por el 62 por ciento de los votos, con una gestión que había significado un notable mejoramiento en la vida de los sectores asalariados, con la inclusión de derechos sociales en la Constitución Nacional hasta entonces inexistentes en la Argentina. Los medios de comunicación de su tiempo, liderados por los diarios La Prensa y La Nación, se erigieron en la voz de la oposición, a la que más tarde se sumó, además, la Iglesia católica.
Tres meses antes del golpe, el jueves 16 de junio de 1955, a la una menos veinte del mediodía, aviones de la Marina de Guerra y de la Aeronáutica sobrevolaron la ciudad de Buenos Aires con el objetivo de bombardear la Casa de Gobierno, en la que se encontraba el presidente de la República. El saldo de este hecho nunca fue esclarecido con exactitud: algunos hablan de trescientos muertos civiles, otros aseguran que fueron 350 y más de mil heridos. Lo cierto es que durante cinco horas cayeron un centenar de bombas en la Plaza de Mayo, pero también en la entonces residencia presidencial, donde hoy se levanta la Biblioteca Nacional; en los barrios de Mataderos, Liniers y San Cristóbal, y hasta en el hospital Ramos Mejía.
La sublevación fue dominada por el gobierno democrático. El 7 de julio de 1955, por decreto del Poder Ejecutivo, se dio de baja a 79 marinos y 26 aeronáuticos que habían participado del ataque y que se encontraban prófugos. Los apresados en territorio nacional fueron detenidos en la Penitenciaría Nacional. El jefe de la conspiración fue condenado a degradación y prisión perpetua.
Sin embargo, el 16 de septiembre, el golpe se impuso. Pese a que se lo sugirieron, Perón no quiso entregar armas al pueblo para resistir.
Poco antes de abandonar la Casa de Gobierno, el presidente Perón dijo a su secretario: “Me voy, Renzi, hace dos noches que no duermo y no quiero que se derrame más sangre ni que se haga desaparecer el gasoducto ni las destilerías de petróleo”, aludiendo a la amenaza de los golpistas de bombardear la destilería de La Plata y los tanques de petróleo del Dock Sud. Poco después, se refugió en la cañonera paraguaya con la que partió al exilio.
De esa manera, llegó a la presidencia de la República el general Eduardo Lonardi. El presidente de facto prometió al asumir que no habría “ni vencedores ni vencidos”, utilizando la frase que un siglo antes había pronunciado el general Justo José de Urquiza tras el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas luego de la batalla de Caseros.
Dos meses más tarde, Lonardi fue reemplazado por el general Pedro Eugenio Aramburu, que llegó a la Casa Rosada con el apoyo de todos los partidos políticos no peronistas y de los sectores liberales que exigían mayor firmeza con los seguidores del régimen depuesto.
Fue durante ese gobierno que se acentuaron los juicios y condenas a decenas de dirigentes peronistas, muchos de los cuales fueron confinados en distintas cárceles del país, incluido el penal de Ushuaia, que había sido clausurado por Perón por sus condiciones inhumanas para el alojamiento de los presos.
Además, se sancionó el decreto 4161/56, que prohibía el uso público de los símbolos asociados con Perón y hasta la misma mención de su nombre, y se dispuso la intervención de la CGT, de donde desapareció el cadáver de Eva Perón, que fue trasladado en forma clandestina a un cementerio de Milán, Italia, en el que permaneció hasta 1971, cuando fue devuelto a su marido.
Pero, sin duda, la medida de mayor dureza fueron los fusilamientos de 1956, luego de que fracasara el levantamiento del 9 y 10 de junio de aquel año en el que perdieron la vida el jefe del movimiento, general Juan José Valle, y otros treinta ciudadanos, entre los que se contaban civiles que fueron ultimados en un basural de José León Suárez.
En 1957, el gobierno de facto convocó a una Asamblea Constituyente para derogar la Carta Magna reformada en 1949, resumiendo los derechos sociales en un solo artículo que fue agregado con el número 14 bis. Un año después, el 1º de mayo de 1958, entregó el gobierno a Arturo Frondizi, de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), luego de convocar a comicios en los que se impidió la participación del peronismo.
Durante mucho tiempo se trató de justificar el golpe de 1955 con la necesidad de recuperar la libertad y el respeto por las instituciones republicanas. Sin embargo, las arbitrariedades producidas durante esa gestión no hicieron más que repetir y aumentar lo que se cuestionaba del gobierno depuesto, que había llegado al poder con el apoyo mayoritario del voto popular.
Fuente: Caras y Caretas