A la muerte, víctima de una traición, del General Martín Miguel de Güemes –bueno es remarcarlo– no fueron ajenos sus enemigos internos, los que en mayo de 1821 se habían sublevado en la llamada “revolución del comercio” y en sesión del cabildo (salteño) lo habían depuesto de su cargo de gobernador, condenándolo además a la pena de exilio. Güemes, a la sazón en Jujuy, se aprestaba a avanzar con sus huestes hacia el Alto Perú en apoyo de la campaña de San Martín (por pedido y directivas de éste). Al enterarse de la novedad, regresó de inmediato a Salta y con su sola presencia abortó el movimiento en su contra.
Pero la sedición oligárquica no se aquietó. Uno de los complotados, el comerciante Mariano Benítez, se traslada al campamento del general español Olañeta y el 7 de junio consuma la felonía: ingresa a la ciudad de Salta guiando un contingente de 400 hombres al mando del teniente coronel José María Valdez. Este militar absolutista, salteño de nacimiento y ex contrabandista, era apodado “el Barbarucho”, por la temeridad y las atrocidades que caracterizaron su accionar.
Güemes, sorprendido en casa de su hermana Macacha, quien lo había hecho llamar para alertarlo sobre la traición, montó a caballo y trató de romper el cerco tendido por sus enemigos, pero recibió un disparo por la espalda cuando estaba a punto de evitarlos.
Trasladado por sus partidarios al campamento de El Chamical, falleció, diez días después, el 17 de junio de 1821, en la Cañada de la Horqueta, a 34 kilómetros de la ciudad de Salta.
Al dar la noticia, la Gaceta de Buenos Aires, órgano oficial del gobierno porteño, se expresó en estos términos: “Murió el abominable Güemes… Ya tenemos un cacique menos”.
Fuente: Juan Carlos Jara, “Los Malditos”, Volumen II, página 102. Editorial Madres de Plaza de Mayo