El 22 de abril de 1985, la naciente democracia argentina tuvo una prueba de fuego a poco más de un año de la salida de la dictadura genocida: en un clima tenso, con la amenaza latente de las fuerzas represivas que habían llevado adelante el terrorismo de Estado, comenzó el primer juicio por crímenes de lesa humanidad en el país, el Juicio a las Juntas.
El desafío no era poco: la primera transición democrática comenzaba con una investigación judicial de las violaciones a los Derechos Humanos y no había muchos antecedentes en el mundo de procesos judiciales contra dictaduras salientes.
La brutalidad de la represión desatada desde 1976, que había sido denunciada en todo el mundo, y el rechazo social hacia la dictadura, que provocó el colapso del régimen militar en 1983, permitieron a Raúl Alfonsín avanzar con su promesa de campaña de construir la naciente democracia sobre la base de la justicia por los crímenes cometidos.
La organización de derechos humanos tuvieron una participación muy activa tanto en la investigación como en las audiencias. Con la vuelta de la democracia, junto a otros organismos habían creado la Comisión técnica de recopilación de datos, que reunía las denuncias de los familiares de las víctimas. Ese trabajo previo, con testimonios y listados de responsables, había sido entregado a la CONADEP.
Durante las audiencias se escucharon más de 800 testimonios. Para quienes declararon no fue nada fácil, porque todavía había mucha incertidumbre y una fuerte presión militar. Las declaraciones generaron un impacto muy fuerte. Aunque no se transmitió en vivo, las imágenes eran tomadas por la televisión pública (ATC) y algunos fragmentos eran luego difundidos sin audio, pero el contenido de las atrocidades que sufrieron quienes pasaron por los centros clandestinos de detención llegaba a la sociedad a través de la prensa gráfica.
El 11 de septiembre, Strassera comenzó con su alegato, en el que repasó las pruebas contra los jefes militares por crímenes contra más de 700 personas y que concluyó con su histórico pedido de “Nunca más”. Tras los alegatos de las defensas, en diciembre los jueces dictaron la sentencia de prisión perpetua para Videla y Massera, 17 años para Viola, ocho años para Lambruschini y cuatro años y medio para Agosti. A todos se les aplicó la pena accesoria de inhabilitación absoluta perpetua y destitución. Por otro lado, Graffigna, Galtieri, Anaya y Lami Dozo fueron absueltos de culpa y cargo.
El Juicio a las Juntas convalidó en la justicia lo que los sobrevivientes y familiares venían denunciando, que no había sido una guerra, que no había dos demonios, que el Estado había planificado la represión, y que había sido sistemática. Fue también el punto de inicio de causas en todo el país para investigar los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado.
Sin embargo, el movimiento que provocó en la Justicia comenzó a inquietar a quienes habían tenido participación en la represión ilegal. El gobierno intentó contener la situación con la ley de Punto Final, que acotó la persecución penal a quienes hubieran sido acusados en los dos meses siguientes a la ley. Pero esta no alcanzó y en la Semana Santa de 1987, los levantamientos de militares que comenzaban a ser citados por la justicia impulsó la sanción de la ley de Obediencia Debida. Los indultos durante el gobierno de Carlos Menem terminaron de garantizar la impunidad de los responsables durante casi 20 años. Recién en 2005 se retomaría el proceso de justicia, tras la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por parte del Congreso Nacional en 2003 y la declaración de inconstitucionalidad de las mismas por la Corte Suprema dos años después.
Fuente: Tiempo Argentino













