El General Valle, en actividad hasta setiembre de 1955, había sido uno de los miembros de la Junta de Generales en que Juan Perón delegó el poder frente al pronunciamiento militar encabezado por Lonardi y Rojas, en un vano intento de mediación, buscando preservar de esta manera las instituciones de la República.
Tras el golpe de Estado, Valle fue pasado a retiro y confinado por orden gubernamental en una quinta de la provincia de Buenos Aires. Desde allí había observado la política destructora de la llamada «revolución libertadora»: los 2.500 presos políticos, las torturas y persecuciones, la instauración del delito ideológico, la entrega del patrimonio nacional, la vuelta de la vieja oligarquía.
Pocos meses le habían bastado para comprender que «La Nación entera, y con ella la tranquilidad, el bienestar y la dignidad de los argentinos han caído en manos de hombres y de fuerzas que aceleradamente retrotraen a la Patria a épocas de sometimiento, de humillación y de vergüenza. Su acción nefasta ha desquiciado y lesionado profundamente el orden político, económico y social de la República», como sostiene en su proclama revolucionaria.
El General Valle, no vaciló en ponerse al frente del Movimiento de Recuperación Nacional para restablecer «la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Patria en una Nación socialmente justa, políticamente libre y económicamente soberana». Todo el programa que enuncia está basado en el restablecimiento del orden constitucional y el llamado a elecciones libres.
La revolución era esperada por el gobierno de Aramburu y de Rojas, ya que «la reacción peronista» se descontaba. Los servicios de información habían detectado su preparación y pudieron hacerla abortar, pero ello no hubiera permitido el pedagógico escarmiento del baño de sangre. El odio y revanchismo exigían ese festín del horror. El 9 de junio tras la intentona, ya dominada la rebelión, comenzaron los fusilamientos de militares en La Plata, Campo de Mayo y la Penitenciaría de la calle Las Heras. Los jefes de las FFAA no los consideraron incursos en la obediencia debida aunque en realidad ni siquiera hubo parodias de juicios sumarísimos. Dos coroneles, dos tenientes coroneles, tres capitanes, dos tenientes, un subteniente y siete suboficiales pagaron con su vida su fidelidad popular y dieron lecciones de coraje y dignidad, antes de ver crecer las rosas rojas en su pecho. Uno de ellos fue fusilado estando herido grave, contrariando todas las leyes militares. Al mismo tiempo asesinaron a civiles en la Comisaría de Lanús («fusílelos primero e interróguelos después» fue la orden del coronel Desiderio Fernández Suárez) y en los basurales de José León Suárez llevaron a cabo la masacre de obreros ametrallados a mansalva, cuya denuncia inmortalizó Rodolfo Walsh.
Valle, clandestino y pese a estar intensamente buscado, había concurrido al velatorio de uno de sus hombres. Era más de lo que podía soportar. Así tomó su decisión. Sus amigos, advertida su firmeza, buscaron negociar su presentación para salvarle la vida. El propio Manrique fue el encargado de detenerlo. Y pese a todo, dispusieron su fusilamiento. El único que no se sorprendió ni protestó fue Valle, que no había especulado con su vida y que los conocía acabadamente.
Un general sanmartiniano de un ejército que ya no existe, porque demasiada sangre manchó sus manos, y demasiados crímenes quedaron sin el juzgamiento y la severa condena que tanta vileza merece.
Fuente: Revista Crisis