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Son necesarios cambios institucionales que faciliten una economía democrática, nacional y popular

Por GUILLERMO WIERZBA

El 1° de junio de 1977, del cual hace unos pocos días se cumplieron 43 años, la dictadura anunció su reforma financiera. Dos leyes fueron los instrumentos clave con los cuales se desarticuló el régimen financiero sancionado por el gobierno legítimo que precedió al terrorismo de estado, la 21495 y la 21526; también se acompañaron con otras tres, la 21364, la 21547 y la 21571 que modificaron la Carta Orgánica del BCRA.

La 21495 concluyó con el régimen de nacionalización o centralización de los depósitos, como quiera llamárselo, un dispositivo financiero muy típico de la Argentina, mediante el cual los gobiernos peronistas asumían al BCRA como un ente que direccionaba el crédito, entendiendo que el carácter de esta función era su rol central. También disponía que fijara las tasas de interés. Los depósitos eran captados por cuenta y orden del Banco Central, y se encajaban al 100%, o sea que no generaban capacidad prestable a las entidades y el fondeo de los créditos era provisto mediante redescuentos (préstamos) que esa institución les entregaba a los bancos para que los direccionaran hacia destinos y a tasas definidos por ese banco rector de la actividad, que entonces no era sólo un ente de regulación monetaria y supervisión de entidades financieras. También cumplía el rol fundamental de asignador del crédito.

El Banco Central transmitía a través de la política de crédito el fondeo y las señales para el despliegue de un proyecto de desarrollo nacional, al que se sumaban otras áreas de la política de gobierno. El destino del crédito no lo resolvía el mercado sino el Estado. Lo que esencialmente dispuso la ley 21495 fue la privatización del uso de los ahorros de los argentinos depositados en el sistema financiero, pues al desnacionalizarlos y quitarles el encaje del 100%, se transfirió la disposición de la utilización de esos fondos a los bancos, que pasaron a definir donde, a quienes y la forma en que se colocaban. La fuente del crédito ya no provendría de los redescuentos del BCRA, sino de la capacidad prestable de los depósitos que captaba cada una de las entidades financieras.

La mercantilización del crédito

Esa privatización significó la mercantilización del crédito, su sustracción como recurso de la potencialidad del Estado para dirigir un proyecto de desarrollo de largo plazo. Lo que fue enarbolado como una medida que promovía la eficiencia, en realidad significó la quita de la esfera pública de una herramienta decisiva para darle dirección a la economía.

Así como la ley 21495 dispuso un acto inhabilitante de una herramienta sustancial de la política económica, la ley 21526 fue la protoconstitución de la “nueva economía” que inaugurara la dictadura militar. Dispuso la liberalización de las tasas de interés, la definición por parte de las entidades privadas de los destinos del crédito, transformó las funciones de intervención del banco central en facultades optativas de ese ente, desespecializó a las entidades financieras, propendiendo a la generalización de la banca universal, liquidó las formas de autoorganización crediticia –obligando a la extinción de la cajas de crédito—, abrió el camino para el crecimiento de la presencia de la banca extranjera.

Pero su objetivo fundamental fue la inserción financiera de la Argentina en el incipiente proceso de globalización y financiarización de su economía. Fue la implantación de este régimen la que dotó a la economía nacional de una dinámica y un patrón de comportamiento que reemplazó el régimen de sustitución de importaciones por el de la valorización financiera. La ley 21526 fue, y está, construida con ese objetivo. Fue, y es, un canal que permite los reiterados ciclos de endeudamiento del país. La libertad de tasas que permitió ese nuevo orden legal fue una de las condiciones necesarias para los movimientos de capital especulativo que entraban y salían sin restricciones, valorizados en dólares por la instaurada competencia por depósitos entre los bancos.

La deuda externa financió durante décadas la fuga de capitales, salvo en el período 2003-2015 de gobiernos nacionales y populares cuando su financiamiento provino de excedentes de la cuenta corriente del balance de pagos para posteriormente disminuir su intensidad cuando se establecieron controles mayores sobre el sector externo y sobre el mercado cambiario.

Jorge Gaggero, Magdalena Rua y Alejandro Gaggero en Fuga de Capitales III (CEFID-AR, 2013) presentan tres estimaciones que muestran que en 1991 el stock de activos externos superaba los 50.000 millones de dólares. A través de distintas metodologías de estimación se puede apreciar que ese stock sigue creciendo posteriormente para alcanzar en el año 2011, de acuerdo al cálculo de la Posición de Inversión Internacional un nivel de 205.731 millones y de 373.912 millones de acuerdo al Método Residual. Hace semanas el BCRA presentó el Informe Mercado de cambios, deuda y formación de activos externos, 2015-2019, en él se constata que “a lo largo de todo el período, la formación de activos externos (FAE) de los residentes (coloquialmente llamada “fuga de capitales”) se triplicó, superando los U$D 86.000 millones”.

El cálculo que realizó el Banco Central para esos cuatro años de restauración neoliberal fue efectuado con el método de FAE (formación de activos externos) de los residentes determinado a través del balance cambiario. Metodología más conservadora que las utilizadas en la medición de los stocks citada precedentemente, lo que lleva a concluir que la fuga de capitales probablemente fue más intensa. En sus notas del último mes de El Cohete a la Luna Horacio Verbitsky revela los nombres y el papel decisivo de grandes empresas, predominantemente extranjeras, y de las personas con mayores fortunas del país en el proceso de fuga de capitales.

La ley de entidades financieras fue el cimiento sobre el que se constituyó el neoliberalismo en la Argentina y se reorganizó la economía con un proceso de destrucción de los salarios, la precarización del trabajo y de concentración del ingreso, la propiedad y la riqueza. La dinámica que organizó el proceso económico no fue ni el desarrollo ni el crecimiento, sino la fuga de divisas. En el año 1992 se realiza una nueva reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, no para modificar el régimen financiero sino para profundizarlo y perfeccionarlo. A partir de la misma se dará después una agudización del proceso de concentración y extranjerización de la banca, a la vez de terminar de sustraer cualquier facultad del ente regulador para intervenir en la fijación de las condiciones del crédito.

La liberalización de las finanzas se acentuó y el Banco Central renunció a las regulaciones macroprudenciales (sistémicas) sobre el sistema, reemplazándolas por un esquema de regulaciones microprudenciales (de los bancos individualmente) indiferenciado por tipo de entidad. Inmediatamente se comenzaron a aplicar las recomendaciones del Comité de Basilea para normar a las entidades, uno de cuyos objetivos era aumentar el apalancamiento (relación entre préstamos y capital) de los bancos con el fin de incrementar su rentabilidad. Este régimen regulatorio sesga el crédito hacia las firmas con mayor patrimonio, raciona el dirigido a las pequeñas y medianas empresas, no atiende a los nuevos emprendimientos que abren camino a la diversificación productiva. La financiarización como etapa del capitalismo mundial contó con las normas de Basilea como forma de universalizar los regímenes regulatorios, que facilitaron una rápida expansión de la gran banca internacional en los países periféricos.

Desarrollo y empleo

En 2012 se modificó la Carta Orgánica del BCRA mediante la ley 26739; con esta modificación el gobierno de Cristina Fernández logro llevar a cabo políticas de crédito que atendieron a las pymes y proyectos de inversión productiva, con regulación tasas y obligando a los bancos a colocar parte de sus depósitos en créditos de ese carácter. Esa Carta Orgánica amplió los objetivos del BCRA, recuperando los atinentes al desarrollo y el empleo. También su actual vigencia es clave en la política monetaria y crediticia llevada en el transcurso de la pandemia. Sin embargo, en la última etapa de gobiernos populares no se modificaron ni la Ley de entidades financieras ni se sustituyó el régimen regulatorio regresivo de Basilea. Tres años después de la sanción de la Ley 26739, el gobierno de Macri sin poder modificar la Carta Orgánica, pero con la continuidad de la Ley 21526 y la vigencia de un régimen regulatorio funcional a la globalización financiera se las arregló para implementar una política financiera neoliberal extrema, que nuevamente permitió la fuga, el endeudamiento, la desaparición de las pequeñas y medianas empresas y el auge del crédito personal a tasas usurarias, segmento en que también penetró la banca extranjera.

La historia argentina enseña, entonces, que un cambio de régimen económico –como el que se comenzó a construir con el gobierno del Frente de Todos—, que se propone una sociedad más igualitaria, con un proyecto de diversificación productiva y de pleno empleo, emprenda, como mejor camino a recorrer, el de un cambio conjunto de todo el dispositivo legal que rige la actividad financiera: sustituir la ley 21526, derogándola y estableciendo un ley de entidades de carácter opuesto al que la impregna, profundizar la orientación del texto de la Carta Orgánica para hacerla intransitable por proyectos que no respeten su espíritu y cambiar el régimen regulatorio desandando la arquitectura de Basilea, sobre la cual se avanzó a fondo durante el período 2015-2019.

Esos cambios conjugan con la meta trazada por el Presidente de emprender un camino de cambios que impidan en el futuro la recaída en la dinámica de deuda-fuga que en reiteradas oportunidades destruyó fuerzas productivas y provocó un retroceso del nivel de vida popular. La administración cambiaria y los controles al movimiento de capitales serán estratégicos para la edificación de las herramientas financieras que eviten la reinstalación del patrón de valorización financiera.

La implementación de un nuevo régimen financiero se haría luego de modificaciones en la estructura económica y social que han dado nacimiento, desarrollo y volumen a la economía popular o economía social. Está surgió por el espíritu asociativo y por el desarrollo de actividades por parte de quienes expulsados del sistema por la dinámica de la concentración provocada por la financiarización, han desplegado nuevas formas de producción y modos de vida y socialización. Son las fábricas recuperadas por trabajadores, luego de la quiebra de las firmas que los empleaban, cooperativas estimuladas por planes sociales, organizaciones comunitarias de producción y distribución de alimentos, cooperativas agroecológicas, zonas de crecimiento de la agricultura familiar. Este nuevo espacio productivo y la dimensión minipyme deben mutar del racionamiento o la exclusión del sistema a su consideración en el diseño de un nuevo concepto de sujeto de crédito, y dejar de habitar los márgenes del sistema, donde la explotación por la usura es una práctica usual. Los países periféricos, latinoamericanos y la Argentina en particular tienen sus propias características, las normas de sus sistemas financieros no pueden ni deben alinearse a los patrones de los países centrales.

Un debate respecto de estos temas ha habitado los últimos gobiernos populares, la cuestión de evaluar dos opciones:  la real necesidad de traducir en cambios institucionales y legales que habiliten y faciliten la aplicación de un régimen económico democrático, nacional y popular, o la alternativa de operar lo máximo posible con el dispositivo legal heredado que evite la disputa política que los cambios jurídicos provocan inevitablemente. La experiencia del breve y grave interludio del gobierno de Cambiemos llevan a valorizar las modificaciones en la legislación que instituyan condiciones que dificulten y debiliten las restauraciones neoliberales. Temas del Derecho y de derechos.

Publicado en El Cohete a la Luna/7-6-2020